
En el imaginario colectivo español, la bolsa se percibe a menudo como un gran casino, cargado de ruido, tensión y excesos. Se la asocia con figuras excesivas y obesas, embutidas en trajes caros, tocadas con enormes chisteras, de rostro sudoroso y expresión codiciosa. Fuman puros ostentosos e interminables mientras celebran cada movimiento del mercado con gestos exagerados. Algunos encarnan el estereotipo de las llamadas «manos fuertes», mientras que otros son conocidos directamente como «tiburones», expertos en moverse con sigilo y aprovecharse del desconcierto ajeno. Frente a ellos, abundan los «pardillos»: pequeños inversores mal informados, deslumbrados por promesas de ganancias fáciles, que llegan tarde y mal a donde los tiburones ya han hecho su trabajo. Todo parece girar en torno a ruletas trucadas: sistemas opacos, asimetría de información y movimientos que pocos entienden pero que unos pocos controlan. Las pantallas que cubren las paredes parpadean sin tregua, saturadas de cifras que suben y bajan con violencia. Mientras la mayoría sigue el ritmo frenético del mercado con ansiedad, unos pocos se enriquecen en silencio, y muchos otros —tras una mala jugada o una mala recomendación— descubren demasiado tarde que el juego no estaba hecho para ellos.
Con una visión tan profundamente arraigada, no resulta sorprendente que tradicionalmente los españoles hayan rehuido la inversión en empresas o valores cotizados en bolsa. Para muchos, invertir sigue siendo poco menos que «jugar en bolsa», una expresión que arrastra décadas de connotaciones negativas y que convierte cualquier intento de planificación financiera en una supuesta temeridad. No es raro, por tanto, que la simple idea de invertir despierte reacciones de desconfianza, e incluso de escándalo o incomprensión, como si se tratara de una peligrosa imprudencia reservada a unos pocos temerarios. Lo paradójico —y revelador— es que esta aversión convive con una aceptación social casi absoluta del juego de azar. En un país donde se mira con recelo al pequeño ahorrador que compra acciones, se ve con total naturalidad que millones de personas gasten regularmente en loterías, apuestas y máquinas tragaperras. De hecho, el gasto medio anual por persona en juegos de azar asciende a 230 euros (datos de 2023). Para una familia media de cuatro miembros, esto equivale a 920 euros al año: una cantidad nada desdeñable que, sin embargo, apenas genera debate. Parece que en España invertir en acciones cotizadas en bolsa es imprudente, pero perder dinero en un boleto es casi una tradición nacional.
Pero la bolsa no es más que un mercado donde se compran y venden pequeñas participaciones de empresas, llamadas «acciones», además de otros tipos de valores de los que hablaremos más adelante. Y, como en cualquier mercado, existe una gran variedad: desde compañías sólidas y consolidadas hasta empresas arriesgadas que buscan financiación para proyectos de éxito incierto, aunque muchas veces presentados bajo promesas atractivas.
Del mismo modo que en un mercado de alimentos es esencial saber distinguir el pescado fresco del que ya ha pasado su mejor momento —y que intentan vendernos rodeado de hielo y delicadas hierbas—, en el mercado de valores resulta imprescindible contar con un mínimo de cultura financiera. Sólo así podremos saber qué estamos comprando realmente, entender los riesgos que asumimos y valorar con realismo tanto lo que podemos ganar como lo que podemos perder.
¿Y para qué podría interesarle a alguien comprar participaciones de una empresa, es decir, «acciones»? La razón es que en la bolsa reside la mejor forma que existe no sólo de proteger nuestra riqueza, poca o mucha, sino de batir a la inflación, porque en la bolsa cotiza la capacidad productiva de un país, y esta, con el tiempo, tiende a crecer, a crecer más que el dinero devaluado a la vista o prestado al banco en forma de depósitos o al estado en forma de deuda, que a duras penas bate al IPC, y mucho menos a la inflación real.
Las empresas existen para ganar dinero: venden productos o servicios, generan ingresos, y si todo va bien, obtienen beneficios al final del año. Una vez que la empresa ha calculado sus beneficios y ha pagado los impuestos correspondientes, suele hacer dos cosas con ese dinero: una parte lo reparte entre los propietarios de las acciones —es decir, los accionistas— en forma de pagos llamados «dividendos», y otra parte la reinvierte en mejorar su propio negocio, por ejemplo, comprando nuevas maquinarias, ampliando fábricas o lanzando nuevos productos.
Así, al comprar una acción, usted se convierte en pequeño propietario de la empresa, con derecho a recibir su parte del beneficio si todo va bien. Eso sí, como veremos más adelante, no todas las empresas reparten dividendos ni todos los negocios tienen éxito. Por eso es tan importante entender en qué se está invirtiendo antes de comprar acciones.
Al igual que en un mercado de alimentos los precios cambian de un día para otro, los precios de las acciones también varían, y de hecho lo hacen de forma constante. Por eso, en los edificios de las bolsas de valores las paredes están llenas de pantallas donde los precios se actualizan en tiempo real.
Mientras el mercado está abierto, las cotizaciones suben y bajan en función de las noticias, los movimientos de otras empresas, los precios de las materias primas, y muchos otros factores que interactúan de forma compleja. Por ejemplo, si ese día el petróleo sube de precio, las acciones de empresas que dependen de la energía derivada del petróleo pueden tender a bajar.
Hoy en día, en un mundo hiperconectado, ya no es necesario estar físicamente en la bolsa: cualquier persona puede seguir las cotizaciones desde su ordenador o su teléfono móvil y comprar o vender acciones en mercados de todo el mundo en apenas unos segundos.
